28 octubre 2005

Decir la verdad...

Hoy, después de tantos golpes contra la pared, he decidido aceptar la realidad: a la gente no nos gusta que nos digan la verdad.

Y no digo aceptarlo como si no lo supiera. Sino en el sentido de que a partir de ahora me callaré más verdades de las que actualmente digo. Sólo se consiguen malentendidos, enfados y, tristemente, enemistades innecesarias.

Para qué negarlo... somos así de irrealistas. A pesar de que sólo somos un pedazo de carne con inteligencia (más o menos) y que apenas duramos 70 años, no nos gusta nada que nos digan la verdad acerca de nuestros propios defectos. Claro, el que alguien nos revele nuestros propios fallos nos hace infelices, por lo menos durante un tiempo, y eso a nadie le gusta.

De todas maneras, da gusto saber que aún queda gente franca y llana a la que nos gusta llamar a las cosas por su nombre. Es cierto que duele, por lo menos al principio, pero las ventajas son incomparables. Trataré de discernir quiénes son esas personas y abrirme a ellas, pues siendo totalmente accesible se consiguen extraer los más profundos pensamientos y, por qué no, sentimientos.

Y no me gustaría que esto sonara a que yo soy el dedo acusador de los errores ajenos. Al contrario. Suelo cubrir los asuntos de forma amorosa. Pero hay momentos en los que es necesario decir ciertas cosas.

Es a ese momento al que me refiero. ¿Cuándo llega ese momento? En mi caso, parece que está más lejos en el tiempo del que yo creo siempre. Así que procuraré esperar más a la hora de poner las cartas boca arriba.

Ojalá pudiera pedir perdón a todos aquellos a los que he ofendido con mis palabras. Desgraciadamente, es posible que, de la misma manera que se malinterpretó mi buena intención al poner al descubierto ciertas faltas, también se tergiversen mis disculpas. A lo peor, sólo se abriría más la herida...

Sólo puedo decir que lo siento.

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